La lectura de un documento tradicional es pasiva. El documento dice y el lector elabora a partir de lo que percibe. El lector no está en capacidad de preguntar sobre el contenido, debe preguntárselo a si mismo y continuar con la lectura para saber si la respuesta existe. Además, el lector es incapaz de poder agregar nuevos contenidos a los ya establecidos en el documento. Incapaz de incorporar a él las ideas que genera la lectura, enriqueciendo con las propias, las del autor y las de futuros lectores.
Los editores, en un intento por superar esa pasividad, esa inercia del documento tradicional, han inventado los llamados puntos de acceso a los contenidos de los documentos impresos: tablas de contenido, índices cronológicos, onomásticos y geográficos. Han inventado atajos como los resúmenes y las reseñas; señalizaciones, como los títulos, subtítulos e indicaciones al margen.
Los lectores, por su parte, elaboran notas al margen, hacen llamadas que envíen a otras partes o páginas del documento, comentan con su puño y letra en los espacios que deja libre el diseño editorial.
Pero todos estos caminos secundarios siguen siendo unívocos; o se imaginaron antes de imprimirse, o se elaboran ad hoc, en publicaciones complementarias. Todos estos caminos secundarios siguen siendo un intento de dar al libro una característica de la que carece: la interactividad.

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